Por  Marta Zatonyi

La palabra monstruo deviene de aquello lo que se expone para mostrar, mostrar en las ferias de las maravillas, de los curiosum, o sea aquello que no coincide con lo existente y como tal convenido y socialmente aceptado. La norma es la frontera entre lo común y lo monstruoso. “Para no ser un monstruo, uno tiene que asemejarse a sus congéneres, ser conforme a la especie o estar hecho a imagen de sus padres. O bien tener una progenie que le convierta en el primer eslabón de una nueva especie.”- dice Michel Tournier. Mientras un fenómeno se halla más lejos de este límite, se manifiesta más llamativo y más apto para la exposición en tales ferias donde la concurrencia y el éxito siempre habían sido garantizados.
Desde los inicios de los tiempos, desde el fondo de todos los mitos sobre a creación se hizo presente este personaje temible, siniestro, inexorable representante del Mal. Sea el cristianismo, el budismo, el taoísmo o cualquier otra religión, esta figura siniestra tenía una obligatoria presencia para marcar, simbolizar y representar el mal y sus consecuencias. No sólo por intereses religiosos y pedagógicos.
El arte se ofreció como imaginario para representar estos seres vigilantes y aterradores. Desde las pinturas paleolíticas aparecen estos siniestros seres como productos de una violenta hibridación trasgrediendo, de cambio de escala o color, de la pérdida de la forma o sea, se quiebre la morfología establecida como normal. Se engendra por la falta de medida, es decir, por desmesura, o por contorno, o por proporción: se desmorona la regla. La deformidad, el desvanecimiento de ley, o directamente de la palabra logra con ellos el triunfo. Pero así y todo, sirven para hablar. Si bien son criaturas de un desequilibrio a favor del pathos, frente un logos debilitado, pero el monstruo todavía tiene forma: su ethos todavía se erige sobre la palabra.
Y tras la palabra está la carga significativa, lo más histórica y universalmente, la lucha entre el Bien y el Mal. El primero es evidentemente bello, el segundo es monstruoso, pero su deformidad a su vez es atrayente. Si no, ¿quién lo siguiera, a quién sedujera?
Lo monstruoso también se por la deshumanización: guerras, hambrunas, o crueldades y atrocidades engendran las más diversas deformaciones a lo largo en la historia, y en toda parte del mundo.
La guerra es la desmesura más terrible, donde el ser humano, aunque se haya sobrevivido, se enfermó para siempre de animal.
La condición finita del hombre en el inabarcable infinito produce desasosiego, a pesar de que su bellaza lo eleva hacia el anhelo.
Frente a la inmensidad, a la incertidumbre, a lo inevitable, el hombre se siente atravesada por el temor y la angustia que toma, inevitablemente, su forma de monstruo, a pesar de que este mismo monstruo puede ser bello. Recordemos, por ejemplo, la escena de la película de Nosferatu, de Murnau (1922), en la que el terrible conde recibe a Harper, gordito y confiado. Alto, espinado, desesperado pero señorial frente a su criminal destino de seguir viviendo después de siglos y siglos, se esculpió por el deseo que lo sojuzga y lo convierte en vampiro. La belleza de esta monstruo, allí en su ambiente, es indiscutible. Y causa estremecimiento. O cuando lo vimos sólo su sombra acercándose a la mujer que –a pesar de lo que dice o incluso piensa ella- lo desea. Y se convierte directamente en una imagen metafísica navegando hacia la ciudad condenada.
¿Se puede pensar que con nuestros tiempos descreídos y empíricos se extinguirán los monstruos? ¿Puede ser que la sombra terrible del infierno se diluya en la nada? Sí, al imaginar que el infierno es como durante siglos pintaban hábiles manos. Pero no si se entiende que lo crea el dolor del cuerpo y del alma. Tampoco en caso de entenderlo como la pérdida de la esperanza, de la dignidad y del sentido de la vida. Estos mismos peligros se encargaran de corporeizar en monstruosidades. Y no importa el género que se encargue de representarlo. Antes era la pintura, los tallados, las palabras poéticas, ahora tal vez como nada, el cine. Pero seguimos presenciando la vigencia de los monstruos. Y negándolos, sólo los multiplicamos y los fortalecemos.